Lectora, Lector Queridos, ya les he platicado en otros de mis artículos acerca de mi padre y de la enorme influencia que tuvo en mi formación y en mi vida en particular.
Para ponerlos en contexto, déjenme les
describo a mi papá: Él era un tipo de 1.74 aproximadamente, fornido, con buen
porte y con un vocabulario muy dado a los dichos y, de por si coloquial, sin
llegar al lenguaje de carretonero.
En realidad hay tres cosas de las cuales quiero hablar
acerca de mi padre en este escrito, pero hay muchísimas más que ya les iré
contando.
La primera: se llamaba Porfirio y yo creo que gracias a su
nombre –yo estoy firmemente convencido que los nombres como que nos predisponen
a ciertos rasgos en nuestro carácter- era una persona porfiada. Se dice que
alguien es porfiado si es una persona obstinada u obcecada. Y mi padre era así;
ya que se le metía algo en la cabeza, no había poder humano o divino que lo
hiciera cambiar de opinión. Ahora entiendo porque mis hijos son decididos y
porfiados. ¡Quíubole! Ahí te hablan, diría un cuate.
Él me enseñó a perseguir una meta y luchar por ella.
Recuerdo perfectamente que cuando iba a comenzar mis estudios en el Tecnológico
de Monterrey, yo realicé el trámite de la beca. Gracias a mi inexperiencia en
el llenado de documentos mi beca fue rechazada. Total que le marqué a mi padre
para avisarle que iba de regreso porque no me dieron la beca. Me dijo: no te
regreses, voy para allá, como que no te dieron la beca si eres muy buen
estudiante y aparte eres mi hijo.
Total que sin cita, se presentó con el departamento de becas
y no tengo idea de que fue lo que les dijo, pero al salir, con una sonrisa me
dijo que ya me habían otorgado la beca. ¿Pues qué creían? –dijo. Estoy seguro
que si el viviera en estos tiempos, le diría a toda la gente miedosa asustada
por la pandemia: ¡no le saquen! No pasa nada.
La segunda: yo trabajé desde muy temprana edad con él,
entonces me tocó estar hombro a hombro realizando trabajos que eran
pesadísimos. Recuerdo que en medio de un trabajo, yo a mis escasos seis años,
al ver que nomás no se veía la hora de terminar –ya hasta era de noche- le
pregunté qué cómo íbamos para terminar e irnos. Sólo me contestó: ahí la
llevamos. El «ahí la llevamos» era un
sinónimo para todavía falta, pero vamos bien. Al menos eso pensé.
Me lo dijo con tal seguridad que me hizo confiar y darle más
duro, que al cabo ahí la llevamos. Obvio faltaba un buen para terminar pero mi
ansiedad desapareció por el simple hecho de saber que mi protector dijo que ahí
la llevamos y entonces todo estaba bien.Cuando veo a toda la gente desesperada
que pregunta que como vamos en nuestra lucha contra la pandemia sería bueno
contestarles que ahí la llevamos.
Finalmente, de él proviene mi búsqueda de la excelencia.
Recuerdo que varios de sus clientes solían preguntarle cuando lo veían que cómo
le iba, entonces, invariablemente les respondía, -muy bien, nomás a los pendejos
les va mal. Y ¿a usted cómo le va? A lo que se veían obligados a contestar que
bien, también, so pena de caer en la trampa en su juego de palabras.
Él me enseñó a ser perfeccionista y me dio mi primera
cátedra de calidad continua. De una manera muy empírica, me enseñaba cosas
nuevas y me exigía que las realizara con la mejor calidad posible aún y cuando
fuera mi primera vez.
Cuando llegaba a cometer algún error, se dirigía a mí
diciendo: ¡no sea güey! póngase listo. En seguida, hacia el la corrección para
que yo aprendiera como se debería haber hecho.
En la casa, lo vi desarrollar múltiples actividades de las
más variadas disciplinas y todas las realizaba con gran calidad. Ya sea que se
pusiera a pintar; arreglar una llave; podar un árbol; resanar una pared y otras
muchas cosas. Dirían en estos tiempos que era una persona con muchas
competencias y siempre se empeñó en que yo las aprendiera todas y cada una de
ellas. Era, como diría uno de sus más entrañables clientes, el maestro de la liendre, que a todo le da
y a nada le entiende, jajaja.
No era un padre perfecto, pero todo lo que me enseñó me ha
ayudado a hacer esta vida más llevadera y fácil. Decía que me enseñaba todo por
si acaso en el futuro yo necesitara trabajar y así no me moriría de hambre. Y
podría seguir hablando de él por páginas sin fin, sin embargo, ya lo haré en
subsecuentes publicaciones.
Por lo pronto, te invito que revises a tu padre y me
compartas que es lo que aprendiste de él. Si aún lo tienes, ve y dale un abrazo
bien fuerte, pero eso si con cubrebocas. Si ya no está contigo, dirígele una oración
a Dios por él y haz un ejercicio bien intenso de remembranza, algo así como un
homenaje póstumo.
Monterrey, N.L. a 7 de julio de 2020