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miércoles, 1 de julio de 2020

A todo se acostumbra uno, menos a no comer y a no dormir

Es uno de los dichos que me enseñó mi padre (¿qué sería de mis escritos sin la sabiduría de él?) y me lo decía cada vez que nos enfrentábamos a una situación en la que teníamos que apechugar por alguna pérdida y debíamos acostumbrarnos a una nueva realidad.

Cuando comenzó todo este rollo de la pandemia, surgieron en mí muchas dudas acerca de nuestro futuro y de cómo nos impactaría en nuestro día a día. Me preguntaba cómo iba a cambiar nuestra manera de relacionarnos, de divertirnos, de celebrar nuestros acontecimientos especiales, etc. ni por aquí me pasaba como sería. Pero a todo se acostumbra uno y me gustaría hablar uno de los cambios positivos en los humanos porque los negativos se promueven solos. Más que un cambio es una adaptación que me llamó la atención, me imagino que se le ocurrió a una señora y es la nueva manera de celebrar los cumpleaños y demás festividades.

No se me desconcierten, paso a describirla:

La fórmula es esta: primero que nada, reúnes a un grupo de señoras con sus respectivas hijas, nueras, vecinas y demás; les pides a todas que compren un buen de globos, los inflen y los peguen a sus mamámoviles; les pides que hagan letreros que puedan leerse en conjunto, algo así como: ¡Feliz cumpleaños! te deseamos todos los que te queremos, Comadrita.

Le pegas una parte del mensaje a cada vehículo. Citas a todos en una calle cercana al domicilio de la víctima –hay que tener cuidado de conservar el orden porque puede quedar un letrero como este: ¡Feliz cumpleaños! Comadrita, todos los que te queremos te deseamos y pues distará mucho del mensaje original-.

Acto seguido, se arrancan todos en caravana haciendo el mayor escándalo posible, especialmente al pasar frente al domicilio del festejado, quien se mostrará «sorprendido» por lo inesperado del asunto y agradecerá a todos regalándoles un quequito o algún detallito que no tenía preparado. Claro, todo con la respectiva sana distancia.

Lo más interesante de esto es por principio de cuentas, la manera tan creativa de darle la vuelta a una situación prohibida (como es la aglomeración de personas) sin dejar pasar la interacción humana.

Después, está el hecho de la velocidad con que se propagó esta nueva tradición que, dicho sea de paso, se adapta muy bien a otra tradición de la sociedad regiomontana: la de cuidar el dinero. En lugar de gastar en una cena, cervezas, refrescos y otras cosas, solo se invierte en una mesa arreglada con globos y unos detallitos para la persona «sorprendida». Todos salen ganando.

Bueno pues sucede que una de mis creaturas, la de en medio, iba a cumplir años y mi esposa, que nomás no se está quieta, quiso organizarle una fiesta sorpresa.

Total, haciendo uso de sus habilidades de espía, reunió a algunas amigas y hasta una señora     –para mí que trabajó para la CIA, Mossad o de perdido era judicial, porque siempre investiga todo–. Preparó todo y mi hija ni se lo esperaba. Que conste, en el caso de ella, de verdad no se lo esperaba.

Llegó el ansiado día, una vez que estábamos comiendo todos juntos, que comienza la pitadera.

Mi hija, cayó en un estado de estupefacción y solo atinaba a balbucear repetidamente la frase: «¡que oso!» e iba y venía de la ventana a la mesa; de la mesa a la puerta; hasta que logró tranquilizar su mente y pudo dar con las llaves.

Salió de la casa, seguida de su madre y su hermana a disfrutar de su sorpresa y de sus amigos. De no sé dónde, salieron unos detallitos que se les entregaron a las respectivas visitas.

Me da mucho gusto saber que mis hijos y mi mujer están adaptados a la nueva realidad y que forman parte de ella y que esta pandemia nomás no hizo mella ni en su mente ni en sus corazones. Aunque esté prohibido, ¡saco los cohetes!

Ojalá que ustedes también Lectora, Lector Queridos, hayan aprendido a sobreponerse a las adversidades de esta hecatombe viral.

Por cierto, ¿recuerdan al Guarura? El perro de 22 años del que hablé en el artículo Un perro viejo, vi que tiene un compañero que se llama Capullo. Pensé que el Capullo era un perro mucho más joven pero resulta que tiene ¡15 años! O sea, joven no es, pero espero que viva más que los 22 del Guarura. Como diría mi madre, ese señor que los cuida tiene buena mano.

El Escribidor

Monterrey, N.L. a 30 de junio de 2020


jueves, 25 de junio de 2020

Pues sí. Pues no y ¡te bajas!

En esta ocasión voy a basar mi escrito en un chiste. No se asusten, es totalmente blanco y lleva como fin hablar de esas personas que nomás no les hayas el modo.

Resulta que iba un tipo por la carretera pidiendo ride y de pronto, después de muchos intentos, se detuvo un tráiler. Al subir notó que se trataba de un tipo mal encarado –como varios que yo conozco– con un carácter de esos que asustan al miedo, el cual al saludarlo solamente movió la cabeza en señal de saludo.

Arrancó el tráiler y el ambiente era tan denso que fácilmente se podía cortar con un cuchillo. El tipo se pone a pensar qué podría hacer para romper el hielo. Dice para sus adentros: ¿Qué tal si le hablo de futbol? No, porque a lo mejor lo odia y me baja.  ¿Y si le hablo de religión? Mejor no porque a lo mejor es agnóstico y me baja. ¿Y si le hablo de política? Pero a lo mejor es apolítico y me baja.

En esas iba cuando de pronto voltea a ver al chofer y con una amplia sonrisa le dice: «pues sí» «Pues no y ¡te bajas!» Le dice el conductor. Jajaja

Hasta ahí el chiste, ahora hablemos de la vida real.

Es común encontrarnos con personas que a pesar de nuestros esfuerzos por congraciarnos con ellas nomás no damos pie con bola. Y que conste, no es una situación exclusiva de cierto tipo de personas. Es algo así como la muerte para el humano; no importa qué tan agradable y bueno seas como persona, invariablemente durante tu vida en algún momento te encontrarás con tu némesis, con ese ser que te hará ver tu suerte.

Para ejemplo basta un botón, pero como que a mí me mandaron varios.

Resulta que cuando conocí a mi alter ego –mi mujer – fui el hombre más feliz sobre la tierra; sin embargo, ella no venía sola, venía en paquete con una mujer bajita, delgada, sonriente y muy amable que cuando se dio cuenta de que yo era el susodicho, cambió su cara y nunca más volvió a sonreír.

Bueno, no volvió a sonreírme a mí. En algún momento de mi relación con ella seguramente dije: pues sí; acto seguido, me contestó «pues no y ¡te bajas!»

Enseguida, viene a mi memoria una jefa que tuve, que para efectos del relato llamaremos Paty (los nombres son irrelevantes cuando el contexto es lo único que cuenta para una mejor comprensión del caso) cuando trabajé para una compañía gringa de tecnología.

Paty era una chilanga de hueso colorado, muy alta, mal encarada y con un carácter de esos que asustan al miedo.

Cuando yo la conocí su primer discurso hacia mí no fue nada alentador: «Mira, ya han desfilado varios por ese puesto y la verdad creo que tú serás uno más. Entonces ahorrémonos el tiempo y dime ya si crees que darás el ancho si no para pasarte de una vez con Recursos Humanos».

Sobra decir todo el esfuerzo que hice por querer ganarme no digamos su amistad, me hubiera conformado con hacerme merecedor de un trato más amable, pero nomás no se pudo. Pues no y ¡te bajas!

Algo que descubrí en los ejemplos citados, es que me esmeré en agradar a las personas en lugar de ser yo mismo y buscar ser aceptado como era.

Dicho en otras palabras, me preocupé en demasía por ser aceptado por las personas pasando por encima de mí mismo. Pero aprendí la lección según yo a tiempo.

Conocí a otra persona en mi penúltimo empleo. Era una compradora mal encarada y súper geniosa, hasta un tanto grosera y malhablada. La historia no comenzó diferente. Cada vez que me apersonaba me recibía con un: -dígame ingeniero- con una jeta que le llegaba hasta el suelo.

En otros tiempos, me hubiera esforzado por caerle bien pero no esos días.

Yo le contestaba, con un poco de indiferencia pero con mucha deferencia, gracias señorita, le encargo por favor que apoye con lo siguiente.

Después de dejarle mi encomienda, me iba a mi lugar sin mostrar ninguna emoción.

Y así se repitió la escena por varias semanas hasta que ella se dio cuenta de que yo no era una mala persona sino que al contrario, cada vez que tenía alguna dificultad para cumplir con su cometido, ahí estaba yo para apoyarla. Eso sí, mostrándome siempre indiferente pero buena onda.

No sé si fue el tiempo o los trancazos los que la ablandaron, pero al cabo de unos meses se volvió uno de mis aliados dentro de la organización.

¿Qué cambió? ¿Ella? No, seguía siendo mal encarada con muchos y discutía con todos menos conmigo.

Cambié yo, puse en la lista de prioridad primero mi persona. Hice un esfuerzo superhumano por ser auténtico y por mantenerme firme en mi personalidad, le gustara o no a la demás gente.

¿El resultado? Una paz insospechada con mi persona; una seguridad nunca antes sentida; una autoestima blindada contra todo y contra todos. En resumen, Salí ganando.

Te conmino Lectora, Lector Queridos a perseguir ser esa persona que no rinda cuentas a nadie y que no se doblegue ante ninguna persona mal encarada y geniosa que se encuentren en su camino.

Eso sí, siempre de una manera amable y educada, como decía mi amado padre: lo cortés no quita lo valiente.

Te mando un abrazo reconciliador contigo mismo,

 

El Escribidor

Monterrey, Nuevo León a 24 de junio de 2020

jueves, 18 de junio de 2020

No es que me llames perro

Es la perra manera como me llamas. Así dice el dicho y así digo yo. Es una herencia que me dejó un otrora enemigo –que en lo subsecuente lo llamaremos Óscar- donde hacía alusión a esa manera tan terrible que tenía la jefa de aquel entonces de tratar a sus empleados y que le causaba mucha molestia.

Oscar podía ser muchas cosas, pero eso sí, nunca grosero. Era una persona con una verborrea tal que hacía que la gente cayera rendida a sus pies para después tener que levantarse con una enorme cruda moral al descubrir que todo había sido labia y nada más.

Lo que si era consistente era el trato que tenía con todos: siempre saludaba, hablaba con voz suave y bien entonada, sonriente a más no poder y atento a los comentarios que le hicieran. Era un tipo divertido, zalamero y un tanto lambiscón. Lo que se llama una perita en dulce.

Era muy agradable platicar con él ya que, además del buen trato, la plática era bien sabrosa y normalmente era aderezada con historias de sus múltiples aventuras de tiempos pasados. He ahí la razón por la cual el mal trato de la patrona le erizaba la piel y lo convertía momentáneamente en un energúmeno.

Una vez pasado el episodio colérico, cuando le volvía a ganar la razón, se dedicaba a regalar disculpas por doquier y a reponer los platos rotos que su berrinche ocasionó.

Una y otra vez viví esos episodios regaño-cólera-disculpas. Era muy desgastante, como si estuviéramos entre dos padres en proceso de separación.

Y todo porque nadie le enseñó a la mandamás que en el pedir está el dar –diría mi padre–. No era lo que te pedía, era la manera como lo pedía. No era que te llamara perro, era la perra manera como te llamaba.

Recuerdo que cada vez que citaba a alguien en su oficina, inmediatamente preguntaban: ¿tú sabes qué pasó? ¿Sabes para qué me quiere ver? Más allá del dichoso posible regaño, estaba la manera, por demás agresiva, de llamarle la atención al citado. La tónica era la siguiente: después de recordarle que estaba en la compañía gracias a su corazón misericordioso y de recordarle todos los errores anteriores cometidos y perdonados, venía una perorata que si bien te iba, tomaría algo así como media hora. Dicho discurso estaba plagado de mensajes que llevaban como fin pegarle a la autoestima del escuchante y hacerlo reconocer su culpabilidad.

En variadas ocasiones, y como si el estilo castrante de la señora no fuera suficiente, mandaba llamar a diferentes testigos para confabular y terminar de acusar al presunto de todos sus delitos. Incluía entre sus instrumentos de tortura correos electrónicos, facturas, papeletas y demás como evidencia del error cometido hasta lograr la aceptación del susodicho y la correspondiente pena por sus actos que podía ir desde un regaño intenso, una suspensión de labores sin goce de sueldo, el rebaje de su nómina o en el peor de los casos, la expulsión del paraíso, donde muchos quisieran estar –según ella expresaba con mucho orgullo–.

 Yo me chuté muchas de esas citas-regaños, pero la verdad yo tengo la piel bien gruesa y pues esos golpes me hacían lo que el viento a Juárez. Cuando comenzaba a echarme sus interminables rollos, la ponía en mute en mi cabeza y mi mente partía hacia lugares agradables hasta el momento en que escuchaba el agradable, pero-no-lo-vuelva-a-hacer. Ella se quedaba muy contenta por mi silencio de pseudoarrepentimiento y yo en paz con mi viaje astral a un lugar feliz. Los dos ganamos.

De una manera por demás insólita, un día en medio de una junta de resultados, a la jefa se le ocurrió hablarle -una vez más- de una manera grosera a Oscar y se me hace que ese día el horno no andaba pa’ bollos, de pronto explotó –como siempre- y comenzó a prorrumpir gritos y denuestos.

Digamos de una manera más coloquial que Oscar traía la mecha corta y no aguantó más. Después de gritos y alharacas, la junta terminó de una manera intempestiva.

Ya no se volvió a saber más del tal Oscar. Todo era hermetismo y silencio; claro, era un gerente el que se había ido. Si hubiera sido un empleado cualquiera, hasta la misma dueña habría hecho una serie de comentarios en detrimento de la imagen del acaecido. Pero con Oscar no podía ser así. Ella lo contrató y lo defendió a costa de la falta de resultados por años y estoy seguro que hubiera seguido así mucho tiempo más si no se le hubiera ocurrido explotar. Se volvió personal y pues contra eso no hay cura.

Lo que me queda de aprendizaje son varias cosas: primero, no es necesario sobajar a los demás para conseguir lo que buscamos. Es mejor reconocer los talentos de las personas sin olvidar que somos humanos y por ende, somos perfectibles más no perfectos.

Debemos afrontar los errores propios y de los demás con una caridad cristiana –o de la religión que profeses– donde estemos dispuestos a aceptar una y otra vez que la gente se equivoca, siempre y cuando mostremos –y ese es el otro lado de la moneda– un arrepentimiento autentico y sincero para hacer las cosas mejor.

Finalmente, cuidemos que nuestras palabras sean impecables y siempre lleven un mensaje positivo. Que no salgan de nuestra boca palabras para disminuir, atacar, lastimar o maldecir a las personas. Recuerda Mateo 15:18: «Mas lo que sale de la boca, del corazón sale».

Lectora, Lector Queridos, cuida siempre lo que digas y la manera como lo digas, porque una palabra dicha ya no hay manera de borrarla.

 

El Escribidor

Monterrey, N.L. a 16 de junio de 2020


viernes, 27 de abril de 2012

¿Ya pa´ qué?

Monterrey, N.L. a 26 de Abril de 2012

No se si te ha pasado, Lector Querido, que cuando una persona ya sabe que se va (de tu vida, de la compañía, de la escuela, de la casa) se convierte en un individuo cien por ciento adorable. Suele suceder, que los grandes problemas de interacción, de convivencia o de desempeño, se vuelven de pronto nimios y triviales.

 Pues a mí me está sucediendo exactamente eso, en este preciso instante, un colaborador se va (no motu proprio, más bien como que le dieron una ayudadita) y la verdad, se comporta de tal manera que hasta he tenido la tentación de decirle: ¿sabes qué? mejor quédate. Pero me aguanto como los meros hombres, porque el proceso de casi dos años – y que desencadenó en este resultado- trabajar con él fue haz de cuenta como ir de subidita, cargando un fardo de cien kilos en la espalda y sin pararse a descansar. Mi voluntad y mi espíritu de lucha están exhaustos, ¿ya pa´ qué?

Mi colaborador, a raíz de decidió separarse,  se ha vuelto una persona proactiva, amable a más no poder, seguidora de las reglas y sobre todo, orientada a los objetivos y yo digo: ¿ya pa´ qué?

Yo no estoy en contra del cambio, al contario, son un apasionado creyente de que la renovación es la constante de la vida y del humano. Pero la verdad, llega un momento que por mucho que cambies, queda detrás de tí una estela de destrucción. ¿Ya pa´ qué?

Asimismo,  considero que cuando no te queda nada que perder, debes arriesgarlo todo. Más sin embargo, la decisión está tomada, ¿ya pa´ qué?

Casi de inmediato viene a mí una pregunta: si eres capaz de lograr toda esta evolución en tan solo semana y media, ¿por qué razón no te adaptaste desde el comienzo? Es una pregunta retórica y no espero ni quiero una respuesta. Más bien, es como un monólogo que me invita a analizarme, por aquello de que no te entumas –diría mi padre- no vaya a ser que yo tampoco esté adaptándome lo suficiente y tarde o temprano, corra con la misma suerte.

Por lo pronto, yo voy a mandar hacer una vitrina en mi casa que diga: “Rómpase en caso de emergencia”. Dentro colocaré algún libro que me recuerde la importancia de renovarse o morir (yo voy a poner: ¿Quién se ha llevado mi queso?, Spencer Johnson, M.D. Ed. Empresa Activa). Cuando sienta que me estoy acomodando en mi zona de confort, romperé el vidrio y leeré el libro. Espero retomar el rumbo a tiempo, antes de mi ¿ya pa´ qué?


Te invito Lector Querido, a revisarte con toda sinceridad y a fondo, te invito a poner una vitrina en tu vida, ¿Qué libro pondrías tu? ¿Necesitarás romper el vidrio en este momento?

El Escribidor

PD.- ¿ya leíste?

Quema de Libros (Coronavirus parte II)

Siguiendo con este asunto de la pandemia y haciendo sumas y restas, me he dado cuenta de que hemos sufrido de todo tipo de afectaciones. Nos...