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domingo, 12 de julio de 2020

Chicharrón en salsa verde

Domingo por la mañana, le digo a mi esposa: « ¿cómo ves si te lanzas por unos chicharrones de La Ramos (así se llama una carnicería de Monterrey famosa por su preparación de chicharrón frito de cerdo) y preparo chicharrón en salsa verde?» Traes, además, cinco tomates verdes y dos chiles serranos.

-Ok, el chicharrón, los tomatillos y chiles jalapeños.

-No, dije chiles serranos –le corregí.

Con esta culinaria historia comienzo mí artículo. 

Quiero platicarte Lectora, Lector Querido, de esa situación cuando tú tratas de comunicar algo y la otra persona entiende lo que se le da la gana.

Primero, hierves un cuarto de cebolla, dos dientes de ajo medianos, dos chiles serranos sin el rabo y cinco tomatillos sin la cubierta, hasta que los tomatillos cambien de color.

Yo quisiera saber qué proceso se lleva a cabo en el cerebro de nuestro receptor cuando nosotros estamos planteando nuestra idea. Me imagino que cuando le estaba diciendo que traer a mi esposa, en su mente transcurría algo así como: tengo que poner atención; a ver, dijo chile serrano, se me hace que se equivocó y es jalapeño. Sí, debe ser jalapeño, me suena más.

Se dice que hablando se entiende la gente pero la neta, hay personas a las que cuando les hablas no entienden ni maiz.

Me sucedió el otro día en una estación de expendedora de gasolina en medio de la nada, N.L. Me pone seiscientos pesos de la roja –le dije al encargado. Ah ok! Quinientos pesos de la verde.

No –corregí, sin darme cuenta que solo era el comienzo de la aventura- seiscientos de la roja. Ah ok –me contestó- y veo que toma la pistola verde.

Joven –le grito con un poco más de enjundia- ¡roja! Ah ok, perdón, le entendí que la verde.

Una vez que los tomatillos cambian de color, licuas todo junto, le añades un puñito de cilantro y sal al gusto. Agrega a la licuadora un poco del líquido donde se hirvió todo. Lo mueles muy bien hasta tener una salsa uniforme y la reservas.

Entonces viene el despachador, le paso la tarjeta de prepago y le digo: la clave es seis ocho tres seis. –ok seis ocho seis tres y se va.

Unos minutos después regresa el joven y me dice: ¿Cuál me dijo que era la clave? seis ocho tres seis- le repito. Seis ocho seis tres –repite en voz alta- y se va de nuevo.

Otros minutos después, regresa con una cara como de te-atrapé y me dice: su tarjeta no pasó. -¿cómo que no pasó? ¿Qué contraseña pusiste? –La que me dio- me contesta, seis ocho seis tres. -La clave es seis ocho tres seis, le digo ya con un tono de desesperación.

Total que optó por traer la terminal de cobro y me pidió que fuera yo quien pusiera la clave. Debe haber pensado: que ponga él su clave, para que la pone tan difícil.

Yo tenía razón –siguió con su pensamiento- era seis ocho seis tres. Jajajaja

En una sartén con un poco de aceite pones a dorar un cuarto de cebolla finamente picada y la dejas hasta que se ponga transparente. Después le añades el chicharrón que debe estar picado finamente, también.

Cuando estuve en esa gasolinera, hagan de cuenta Lectora, Lector Queridos, que le estuviera hablando en chino o en alguna lengua extranjera al dependiente.

Y créanme, son solo un par de ejemplos que sirven perfectamente para ilustrar ese error típico de la comunicación humana. Pasa exactamente como cuando pides cierta cantidad de carne en la carnicería y el tablajero te surte lo que a él le viene en gana. ¿Te ha sucedido qué pides quinientos gramos y terminan dándote seiscientos cincuenta?
Todas estos han sido situaciones totalmente inofensivas, pero no quiero ni imaginar cuando este tipo de errores de comunicación suceden en un hospital, o en un vuelo de avión o peor aún, en un viaje al espacio.

Me imagino que de ahí es de donde vienen tantas discrepancias que suceden en los matrimonios, amistades y peor aún, entre los gobiernos. Pues como no van a existir si unos pensamos una cosa y los demás, otra totalmente disímbola.

Una vez que se haya frito el chicharrón, agregas la salsa y lo dejas hasta que sea de un verde apagado. Lo sirves acompañado de frijoles refritos y de preferencia con tortillas recién hechas.

Te invito, Lectora, Lector Querido, a revisar bien la manera como expresas tus ideas y sobre todo, a aplicar algún tipo de pregunta para poder asegurarte que lo que quisiste transmitir fue exactamente, o al menos parecido, a lo que la otra persona entendió.

Te mando, además de esta deliciosa receta, un abrazo bien comunicado.

El Escribidor

P.D. Como todo lo que escribo en este blog son ensayos, pues este tipo de escrito también lo es. Por favor coméntenme qué les parece.

Monterrey, Nuevo León, a 12 de julio de 2020


jueves, 25 de junio de 2020

Pues sí. Pues no y ¡te bajas!

En esta ocasión voy a basar mi escrito en un chiste. No se asusten, es totalmente blanco y lleva como fin hablar de esas personas que nomás no les hayas el modo.

Resulta que iba un tipo por la carretera pidiendo ride y de pronto, después de muchos intentos, se detuvo un tráiler. Al subir notó que se trataba de un tipo mal encarado –como varios que yo conozco– con un carácter de esos que asustan al miedo, el cual al saludarlo solamente movió la cabeza en señal de saludo.

Arrancó el tráiler y el ambiente era tan denso que fácilmente se podía cortar con un cuchillo. El tipo se pone a pensar qué podría hacer para romper el hielo. Dice para sus adentros: ¿Qué tal si le hablo de futbol? No, porque a lo mejor lo odia y me baja.  ¿Y si le hablo de religión? Mejor no porque a lo mejor es agnóstico y me baja. ¿Y si le hablo de política? Pero a lo mejor es apolítico y me baja.

En esas iba cuando de pronto voltea a ver al chofer y con una amplia sonrisa le dice: «pues sí» «Pues no y ¡te bajas!» Le dice el conductor. Jajaja

Hasta ahí el chiste, ahora hablemos de la vida real.

Es común encontrarnos con personas que a pesar de nuestros esfuerzos por congraciarnos con ellas nomás no damos pie con bola. Y que conste, no es una situación exclusiva de cierto tipo de personas. Es algo así como la muerte para el humano; no importa qué tan agradable y bueno seas como persona, invariablemente durante tu vida en algún momento te encontrarás con tu némesis, con ese ser que te hará ver tu suerte.

Para ejemplo basta un botón, pero como que a mí me mandaron varios.

Resulta que cuando conocí a mi alter ego –mi mujer – fui el hombre más feliz sobre la tierra; sin embargo, ella no venía sola, venía en paquete con una mujer bajita, delgada, sonriente y muy amable que cuando se dio cuenta de que yo era el susodicho, cambió su cara y nunca más volvió a sonreír.

Bueno, no volvió a sonreírme a mí. En algún momento de mi relación con ella seguramente dije: pues sí; acto seguido, me contestó «pues no y ¡te bajas!»

Enseguida, viene a mi memoria una jefa que tuve, que para efectos del relato llamaremos Paty (los nombres son irrelevantes cuando el contexto es lo único que cuenta para una mejor comprensión del caso) cuando trabajé para una compañía gringa de tecnología.

Paty era una chilanga de hueso colorado, muy alta, mal encarada y con un carácter de esos que asustan al miedo.

Cuando yo la conocí su primer discurso hacia mí no fue nada alentador: «Mira, ya han desfilado varios por ese puesto y la verdad creo que tú serás uno más. Entonces ahorrémonos el tiempo y dime ya si crees que darás el ancho si no para pasarte de una vez con Recursos Humanos».

Sobra decir todo el esfuerzo que hice por querer ganarme no digamos su amistad, me hubiera conformado con hacerme merecedor de un trato más amable, pero nomás no se pudo. Pues no y ¡te bajas!

Algo que descubrí en los ejemplos citados, es que me esmeré en agradar a las personas en lugar de ser yo mismo y buscar ser aceptado como era.

Dicho en otras palabras, me preocupé en demasía por ser aceptado por las personas pasando por encima de mí mismo. Pero aprendí la lección según yo a tiempo.

Conocí a otra persona en mi penúltimo empleo. Era una compradora mal encarada y súper geniosa, hasta un tanto grosera y malhablada. La historia no comenzó diferente. Cada vez que me apersonaba me recibía con un: -dígame ingeniero- con una jeta que le llegaba hasta el suelo.

En otros tiempos, me hubiera esforzado por caerle bien pero no esos días.

Yo le contestaba, con un poco de indiferencia pero con mucha deferencia, gracias señorita, le encargo por favor que apoye con lo siguiente.

Después de dejarle mi encomienda, me iba a mi lugar sin mostrar ninguna emoción.

Y así se repitió la escena por varias semanas hasta que ella se dio cuenta de que yo no era una mala persona sino que al contrario, cada vez que tenía alguna dificultad para cumplir con su cometido, ahí estaba yo para apoyarla. Eso sí, mostrándome siempre indiferente pero buena onda.

No sé si fue el tiempo o los trancazos los que la ablandaron, pero al cabo de unos meses se volvió uno de mis aliados dentro de la organización.

¿Qué cambió? ¿Ella? No, seguía siendo mal encarada con muchos y discutía con todos menos conmigo.

Cambié yo, puse en la lista de prioridad primero mi persona. Hice un esfuerzo superhumano por ser auténtico y por mantenerme firme en mi personalidad, le gustara o no a la demás gente.

¿El resultado? Una paz insospechada con mi persona; una seguridad nunca antes sentida; una autoestima blindada contra todo y contra todos. En resumen, Salí ganando.

Te conmino Lectora, Lector Queridos a perseguir ser esa persona que no rinda cuentas a nadie y que no se doblegue ante ninguna persona mal encarada y geniosa que se encuentren en su camino.

Eso sí, siempre de una manera amable y educada, como decía mi amado padre: lo cortés no quita lo valiente.

Te mando un abrazo reconciliador contigo mismo,

 

El Escribidor

Monterrey, Nuevo León a 24 de junio de 2020

jueves, 18 de junio de 2020

No es que me llames perro

Es la perra manera como me llamas. Así dice el dicho y así digo yo. Es una herencia que me dejó un otrora enemigo –que en lo subsecuente lo llamaremos Óscar- donde hacía alusión a esa manera tan terrible que tenía la jefa de aquel entonces de tratar a sus empleados y que le causaba mucha molestia.

Oscar podía ser muchas cosas, pero eso sí, nunca grosero. Era una persona con una verborrea tal que hacía que la gente cayera rendida a sus pies para después tener que levantarse con una enorme cruda moral al descubrir que todo había sido labia y nada más.

Lo que si era consistente era el trato que tenía con todos: siempre saludaba, hablaba con voz suave y bien entonada, sonriente a más no poder y atento a los comentarios que le hicieran. Era un tipo divertido, zalamero y un tanto lambiscón. Lo que se llama una perita en dulce.

Era muy agradable platicar con él ya que, además del buen trato, la plática era bien sabrosa y normalmente era aderezada con historias de sus múltiples aventuras de tiempos pasados. He ahí la razón por la cual el mal trato de la patrona le erizaba la piel y lo convertía momentáneamente en un energúmeno.

Una vez pasado el episodio colérico, cuando le volvía a ganar la razón, se dedicaba a regalar disculpas por doquier y a reponer los platos rotos que su berrinche ocasionó.

Una y otra vez viví esos episodios regaño-cólera-disculpas. Era muy desgastante, como si estuviéramos entre dos padres en proceso de separación.

Y todo porque nadie le enseñó a la mandamás que en el pedir está el dar –diría mi padre–. No era lo que te pedía, era la manera como lo pedía. No era que te llamara perro, era la perra manera como te llamaba.

Recuerdo que cada vez que citaba a alguien en su oficina, inmediatamente preguntaban: ¿tú sabes qué pasó? ¿Sabes para qué me quiere ver? Más allá del dichoso posible regaño, estaba la manera, por demás agresiva, de llamarle la atención al citado. La tónica era la siguiente: después de recordarle que estaba en la compañía gracias a su corazón misericordioso y de recordarle todos los errores anteriores cometidos y perdonados, venía una perorata que si bien te iba, tomaría algo así como media hora. Dicho discurso estaba plagado de mensajes que llevaban como fin pegarle a la autoestima del escuchante y hacerlo reconocer su culpabilidad.

En variadas ocasiones, y como si el estilo castrante de la señora no fuera suficiente, mandaba llamar a diferentes testigos para confabular y terminar de acusar al presunto de todos sus delitos. Incluía entre sus instrumentos de tortura correos electrónicos, facturas, papeletas y demás como evidencia del error cometido hasta lograr la aceptación del susodicho y la correspondiente pena por sus actos que podía ir desde un regaño intenso, una suspensión de labores sin goce de sueldo, el rebaje de su nómina o en el peor de los casos, la expulsión del paraíso, donde muchos quisieran estar –según ella expresaba con mucho orgullo–.

 Yo me chuté muchas de esas citas-regaños, pero la verdad yo tengo la piel bien gruesa y pues esos golpes me hacían lo que el viento a Juárez. Cuando comenzaba a echarme sus interminables rollos, la ponía en mute en mi cabeza y mi mente partía hacia lugares agradables hasta el momento en que escuchaba el agradable, pero-no-lo-vuelva-a-hacer. Ella se quedaba muy contenta por mi silencio de pseudoarrepentimiento y yo en paz con mi viaje astral a un lugar feliz. Los dos ganamos.

De una manera por demás insólita, un día en medio de una junta de resultados, a la jefa se le ocurrió hablarle -una vez más- de una manera grosera a Oscar y se me hace que ese día el horno no andaba pa’ bollos, de pronto explotó –como siempre- y comenzó a prorrumpir gritos y denuestos.

Digamos de una manera más coloquial que Oscar traía la mecha corta y no aguantó más. Después de gritos y alharacas, la junta terminó de una manera intempestiva.

Ya no se volvió a saber más del tal Oscar. Todo era hermetismo y silencio; claro, era un gerente el que se había ido. Si hubiera sido un empleado cualquiera, hasta la misma dueña habría hecho una serie de comentarios en detrimento de la imagen del acaecido. Pero con Oscar no podía ser así. Ella lo contrató y lo defendió a costa de la falta de resultados por años y estoy seguro que hubiera seguido así mucho tiempo más si no se le hubiera ocurrido explotar. Se volvió personal y pues contra eso no hay cura.

Lo que me queda de aprendizaje son varias cosas: primero, no es necesario sobajar a los demás para conseguir lo que buscamos. Es mejor reconocer los talentos de las personas sin olvidar que somos humanos y por ende, somos perfectibles más no perfectos.

Debemos afrontar los errores propios y de los demás con una caridad cristiana –o de la religión que profeses– donde estemos dispuestos a aceptar una y otra vez que la gente se equivoca, siempre y cuando mostremos –y ese es el otro lado de la moneda– un arrepentimiento autentico y sincero para hacer las cosas mejor.

Finalmente, cuidemos que nuestras palabras sean impecables y siempre lleven un mensaje positivo. Que no salgan de nuestra boca palabras para disminuir, atacar, lastimar o maldecir a las personas. Recuerda Mateo 15:18: «Mas lo que sale de la boca, del corazón sale».

Lectora, Lector Queridos, cuida siempre lo que digas y la manera como lo digas, porque una palabra dicha ya no hay manera de borrarla.

 

El Escribidor

Monterrey, N.L. a 16 de junio de 2020


Quema de Libros (Coronavirus parte II)

Siguiendo con este asunto de la pandemia y haciendo sumas y restas, me he dado cuenta de que hemos sufrido de todo tipo de afectaciones. Nos...