miércoles, 26 de febrero de 2020

Perspectivas



Monterrey, Nuevo León, a 25 de febrero de 2020

Pues resulta, Lectora, Lector Queridos, que la semana pasada transcurría de una manera intensita porque una serie de eventos desorganizados ocasionaron que mis amados clientes se pusieran de acuerdo para descuajaringar mi paz y sosiego. Perspectiva de paz.

En esas estaba cuando de pronto llegó el viernes, con un aire –para mí- como de oasis de serenidad, pero ni me imaginaba lo que se avecinaba.

Resulta que una vez que estaba en preparación para mi diario proceso de limpieza matutino y justamente al dirigirme al cuarto de la inmaculación sentí como si todo el lado izquierdo de mi cuerpo fuera como un títere, pero hagan de cuenta como cuando se le sueltan los hilos. Sentí, o mejor dicho, deje de sentir pierna y brazo.

Entonces, entre mi asombro ante tal situación y mi desconcierto al tener mis extremidades zurdas en calidad de hilachos, comencé a prorrumpir en alaridos a la dueña de mis quincenas. A la velocidad del internet llegó mi hija la de menor de edad e intentó lo imposible: levantar a su padre. Un poquito después y pensando que lo mío era otra de mis acostumbradas bromas llegó mi mujer. Entre las dos intentaron levantar toda mi humanidad fracasando en su intento; es que la verdad, ligero lo que se dice ligero, no lo soy. Al no poder lograr su cometido, me vi en la necesidad de intentar incorporarme por mis propios medios, pero al intentarlo más bien parecía como ajolote fuera del agua. Perspectiva de la salud extraviada.

Después de unos minutos, que para mí fueron una eternidad, mis extremidades retomaron sus funciones y mi movilidad fue restablecida. Me lancé en calidad de bulto a mi cama para terminar de restablecerme. Sentí un alivio enorme y una preocupación todavía mayor. ¿Ya se me pasaría? ¿Se repetirá? ¿A qué se debió? Y mis preguntas se vieron interrumpidas por la sugerencia-orden de mi mujer de partir de volada a que me revisen, no vaya a ser que termine todo desmamonado. Perspectiva del tiempo.

Total que partimos inmediatamente a ver a mi doctor (en lo subsecuente Danny De Vito) en la búsqueda de respuestas a todas mis inquietantes preguntas.

Una vez que arribamos al hospital habían dos cosas que me mortificaban: de a cómo saldría el chistecito y cuánto tiempo estaría recluido allí. Perspectiva de Sustento.

Una vez que caí en las garras de las enfermeras y doctores, fui objeto de todo tipo de estudios que solo es otra manera de llamar a las mil y un maneras de martirizar al hombre, ¡que Santa Inquisición ni que nada! Me canalizaron, que no es otra cosa que meterte una aguja larguísima por la vena. ¡Ah pero eso si! La enfermera muy amable te dice: piquetito… piquetito, ¡claro! Como a ella no le duele. Me sacaron como veinte tubos de sangre por ahí cual vampiro con sed. Me inyectaron una sustancia que me hizo sentir helado el brazo y me metieron a una máquina que sonaba como si me quisieran hacer confesar pecados que no cometo todavía. Y pruebas y más pruebas. Perspectiva de mártir.

Transcurrió el viernes y transcurrió el sábado y Danny de Vito y asociados nomás no daban pie con bola. Y seguían los exámenes y seguían los martirios. Jeringoleado como andaba apareció en escena a quien yo llamo Dr. House por su habilidad para encontrar la causa de mis episodios isquémicos. El Dr. House inyectó burbujas por mi canalización – no sin antes ser cuestionado por mí ya que en todas las películas así matan a los malos: con una burbuja; claro que el rió a carcajadas, de mí y de mi ignorancia porque según él, para matar a una persona con burbujas de aire se requiere algo así como un litro. Y de pronto, como en el momento más interesante de una película –solo faltó la música dramática- aparecieron las burbujas donde no deberían aparecer. El Dr. House con un aire de triunfo y una sonrisa de lo-logré me informó que tenía un agujero en mi corazón por una membrana que se debe cerrar al nacer y llorar por primera vez y en mi caso no se cerró. Me imagino que desde chico yo no lloraba y pues he ahí la consecuencia de hacerte el macho. Perspectiva de la ciencia.

Una vez que las dichosas burbujitas habían indicado lo que estaba mal –yo tengo otra teoría acerca de ese agujero en el corazón y es que mi mujer efectivamente alguna vez me robó el corazón y me lo regresó roto- dije ya la hice, ya nada más ceno hoy y mañana me voy. ¡Pues nada! Faltaba desvencijarme algunas otras partes de mi cuerpo con el pretexto de que tenían que estar bien seguros.

De pronto se apersonó la Dra. Sonrisitas y me sobó poquito el alma: le tengo una muy buena noticia –me dijo- ya encontramos el origen del problema. Se trata de un foramen oval –que según lo que entendí es como que la mollera de mi corazón no se cerró y pues por ahí se pasan burbujas y demás «fisirulitas»- pero ¿qué cree? lo más maravilloso es que si se puede reparar y es una operación relativamente simple. Perspectiva de esperanza.



Debo decirles que el domingo por la mañana ya fue de bajadita. Mi aventura había terminado y solo me restaba la otra parte que me deja sin aliento: la cuenta.

Recibí mi alta, me regresaron mi cuerpo todo zangoloteado y salí con una nueva visión: decidí vivir un día a la vez, no vaya a ser que mañana no amanezca o que caiga en una serie de situaciones que me quite la paz, el sosiego, el tiempo. Decidí acelerar las cosas que necesito cambiar, no vaya a ser que me llegue el cambio mayor antes. Decidí terminar de crecer a mis hijos quien quite y no termine de prepararlos para la vida. Por ultimo decidí disfrutar cada momento de mi existencia en especial con los míos y con la mía, no vaya a ser que sea el último día. Perspectiva de vida.

Debo ser justo al mencionar que todo este viacrucis que viví ni de chiste hubiera podido pasarlo sin mi fuerza que me mueve: Mi mujer, fuerte en estas circunstancias a más no poder; mis hijas, la alegría de mi vida y mi hijo, mi leal apoyo incondicional. Cuando Dios se dio cuenta de que yo soy rete miedoso y débil me compensó con una familia valiente y muy fuerte. Perspectiva de amor.

¡Te mando un fuerte abrazo en perspectiva!


El Escribidor


martes, 18 de febrero de 2020

La emancipación de Julián



Monterrey, Nuevo León, a 17 de febrero de 2020

Sucede, Lectora, Lector queridos, que trabajé en varias compañías a lo largo de mi vida laboral y en ellas me encontré con múltiples esquemas empresariales y con una variopinta fauna organizacional y noté que algo que diferencia a los empleados entre sí, es la actitud con la que ingresan a la empresa y qué cara ponen ante la escalera del poder.

¿Qué fumaste, Escribidor? Ahí voy, permítanme explicar mi punto: resulta que dos de los más grandes hitos del humano son: primero, la necesidad de una identidad como grupo (en el sentido de la pertenencia grupal) y, segundo, la búsqueda del reconocimiento de los méritos propios (muy ligado a una autoestima subdesarrollada y muy golpeada por una infancia sojuzgada por un machismo heredado). De eso se valen los jefes, dueños, patrones, meros-meros o como quieran llamarlos para mantener contenta a la raza y alejada de ideas anarquistas o libertadoras.

Antes de entrar en materia, quiero que conste en actas que yo no estoy en contra del espíritu emprendedor de los patrones ni cuestiono su habilidad para hacer negocios. Lo que me exacerba de sobremanera es la actitud feudal de muchos dueños y la visión de capataz de infinidad de directores, gerentes o jefes que lejos de buscar el trabajo en equipo, hacen de su poder un arma manipuladora de la gente.

Quiero hablar de los dos puntos de vista: el patronal y el lacayal.

Por un lado, tenemos la necesidad de contar con un equipo de trabajo de alto rendimiento (eso lo presumía una y otra vez un jefe que tuve y que vivía contando sus glorias pasadas) que otorgue grandes resultados a costos moderados. Gente que se «comprometa» en su trabajo de tal manera que sus familias pasen a segundo término. ¡Ah si! Con una quincena bien «gorda» y con «sendos» bonos de productividad. Nótese que puse «gorda», así, entre comillas, puesto que la gordura es muy relativa (para el dueño, la gente siempre gana más de lo que se merece) y «sendos» bonos de productividad que nunca terminarán por llenar los múltiples requisitos para poder obtenerlos.  Eso sí, cada fin de mes, el equipo de alto rendimiento tendrá que chutarse una junta de tres o cuatro horas, donde recibirán «sendas» regañizas por no llegar a los números necesarios para la subsistencia de la compañía o los lujos del patrón; historias sin fin acerca de los logros pasados del líder; una capacitación exprés para poder hacer frente a los siguientes meses y finalmente, una serie de comentarios por demás lisonjeros para intentar levantar la de por sí madreada moral de los asistentes. Típica filosofía de negocios: sobar, pegar, sobar.

Ahora vamos al otro lado, el lado del empleado. Si el titulo dice: La emancipación de Julián, entonces hablemos de lo que es emancipar.

Según la RAE, emancipar significa: Libertar de la patria potestad, de la tutela o de la servidumbre.

Bueno, cuando la gente entra a una compañía, normalmente adopta alguna de las «posiciones» disponibles y tiene que ver con las necesidades que enuncié en el segundo párrafo.

Están los buscadores del jefe-papá, esos que hacen todo lo necesario para que esté contento y los premie con una palmada en la espalda. Les llamo los hijos de la compañía y haciendo alusión al concepto de emancipar, otorgan la potestad sobre su vida al jefe y no habrá poder en el mundo que haga que desobedezcan una orden. Pueden quedarse años en el mismo puesto y solamente persiguen permanencia y la anuencia del jefe.

Por otro lado, están los hijos adoptados, esos que le otorgan su tutela a la empresa, un poder no absoluto pero si importante sobre su actuar. Son los que serán propositivos, activos, entregados. Conocen las reglas y las acatan, pero siempre están en búsqueda de un puesto más arriba a costa de quien sea. Su meta será llegar más arriba, no hasta arriba, porque ese lugar solo le pertenece al jefe.

Y casi finalmente, están los sirvientes. Esos que se conforman con el sueldo y que siempre estarán disponibles, no importa el momento del día ni el día de la semana. No les importa el sueldo ni subir de puesto. Se sienten importantes por hacer las diligencias del patrón. Se sienten felices porque conocen su casa, manejan su BMW, lo atienden cuando debido a una borrachera de negocios se ven imposibilitados para manejar, lo acompañan cuando tiene alguna desventura, etc., etc., etc.

A esta especie perteneció Julián. Un tipo joven, de exagerada estatura, buen porte y una actitud fuera de serie. Tan buena actitud tenia, que cuando recibía un regaño su respuesta era: ¡genial! Tenía una sonrisa para cualquiera que se acercara y siempre estaba presto para apoyar.

¿Pero saben una cosa lectora, lector queridos? ¡Se cansó! Se cansó de ser el «huelelillo» del patrón; se hartó de ser el «patiño» de todos, ya que siempre que había un error, todos recurrían al: ¡fue Julián! Y el apechugaba. El colmo fue que pese a ser un pariente del dueño, su compensación como empleado era la peor de toda la compañía y como todo en la vida, llegó el punto que hasta Julián se cansó y dijo: ¡hasta aquí!

¡Finalmente Julián se emancipó de un poder castrante y represivo!  Y me lo comunicó así: ¡Oye, hoy entrego mi renuncia! Sencillo pero contundente. A pesar de su parco mensaje, pude leer la felicidad que le precedía. «¿y qué vas a hacer?» –le pregunté.
«Todavía no sé» –contestó muy alegre- «primero voy a vacacionar y ya después veo». Un hombre nuevo, con la actitud vieja pero con una libertad nueva.

Y tú, lectora, lector queridos, ¿de qué te quieres emancipar? Yo por lo pronto, cumplo casi 3 años de mi emancipación y créanme, se siente rebien.

Te mando un abrazo emancipador de tus demonios,


El Escribidor

miércoles, 12 de febrero de 2020

¡Va de nuez!



Monterrey, Nuevo León, a 11 de febrero de 2020

Lectora, Lector queridos, no tengo idea de cuántos quedan de aquellos cinco que me leían; es que ha pasado tanto tiempo desde que escribí la última vez (8jul2007) que me imagino que ya han de andar leyendo cualquier cosa (Pablo Coelho, Mario Benedetti o peor aún, César Lozano), o han de ser presas de las infames redes sociales (¡por favor no Dios, porque ahí sí que se pierden y no hay retorno!).

«¿Qué pasó Escribidor?», me imagino que es su pregunta. La verdad no es muy compleja mi explicación y, aunque estaba consciente de lo que sucedía, todo fue tan sutil que pasó el tiempo y pasaron los hechos y no fui capaz de escribir ni jota.

Para que me vayan captando, mejor les voy a decir lo que no fue: no fue falta de inspiración, puesto que sucedieron muchas cosas que me hubieran puesto a escribir: desde la mudanza mayor de mi hermano el menor; los viajes de mis «Gulliveres» por España y Taiwán; la mudanza menor de mi hija menor; hasta mi reconocimiento del clavo que me lastimaba lo suficiente para quejarme pero no para mudarme de empresa; etc. etc. etc.

Tampoco fue falta de tiempo, porque de ser así, tampoco hubiera podido vivir hipnotizado de tal manera frente al aparato idiotizador por excelencia. No me hubiera podido aventar todas las CSI’s habidas y por haber.

No fue la falta de ganas, he seguido leyendo un poco de todo y el leer es hermano de escribir. Y como dicen por ahí, de ver dan ganas.

¿Entonces que fue Escribidor? ¡Me imagino que los tengo en ascuas! Pues la explicación es muy simple; caí presa de una de los hábitos más aberrantes del hombre: ¡la desidia! Así es, tal y como lo leen, fui presa de la más envolvente y adictiva desidia. Con decirles que comencé como 20 ensayos y no fui capaz de concluir uno solo.

Es que la desidia es tan cómoda y tan frustrante a la vez. Es como una borrachera, cuando dices: ahorita lo hago, lo hago después, etc. tranquilizas tu conciencia. Ah, pero tan pronto como te das cuenta que volviste a fallar, pescas una cruda moral que ni con veinte terapias te las quitas de encima, es que ahí es donde entra en escena la hermana mayor de la desidia: la culpa. Y con ella, hay que andarse con pies de plomo porque una vez que llega a tu vida, es muy difícil que se vaya.

¿No te ha pasado eso mismo a ti lectora, lector querido? Que comienza un nuevo año y te chutas tus doce uvas, cada una con un deseo asociado. Va la primera, voy a hacer ejercicio en forma; segunda, voy a ponerme a dieta; décima, voy a dejar de fumar; décima segunda, voy a escribir en forma. ¿Y sabes que pasaba? N-A-D-A.
¡Claro! Era el amante predilecto de la desidia y estábamos íntimamente ligados y ella tomaba todas las decisiones. Mejor dicho, tomaba todas las no decisiones.

Pero leyendo un libro (muy recomendable) que se llama «Tus zonas erróneas», de Wayne W. Dyer, 2013, caí en cuenta de la persona en la que me había convertido y de todas las cosas que dejé de vivir y de hacer y decidí asociarme con otro hábito muy positivo, la diligencia. No les voy a decir que fue muy fácil, pero sucede –me imagino- que es como le pasa a los adictos: empiezas a ponerte metas pequeñas, con una gran caridad hacia tu persona cuando reincidas pero con una firmeza para seguir adelante. Como dicen por ahí: duro con el problema, suave con la persona.

¡En fin, les comento, lectora, lector queridos, que va de nuez! Y ahora si voy a ser más constante con mis escritos.

Les mando un abrazo diligente y recuerden, lean, lean, lean.

El Escribidor

Quema de Libros (Coronavirus parte II)

Siguiendo con este asunto de la pandemia y haciendo sumas y restas, me he dado cuenta de que hemos sufrido de todo tipo de afectaciones. Nos...