Ya he hablado en otros artículos acerca de la grandeza de
Dios y de cómo lleva a cabo sus milagros sin pedir permiso a nadie (Él no tiene
jefe) y de la manera más inesperada. Le encanta dar sorpresas y regodearse en
las excepciones.
Los humanos en cambio, tenemos la terrible costumbre de
querer controlar todo. Es por eso que nos cuesta tanto trabajo adaptarnos a
situaciones nuevas que, lejos de representar un reto a nuestra capacidad, nos
hacen sentir achicopalados y nos da por amilanarnos y huir.
Queremos controlar nuestra vida, la de nuestros hijos,
nuestro presente y nuestro futuro; queremos controlar incluso todas esas cosas
que por principio y origen son incontrolables a tal grado que aspectos como la
vida y la muerte se vuelven nuestra búsqueda de por vida. Vamos por ahí
buscando la manera de no morirnos en lugar de preocuparnos por bien vivir.
Pero eso a Dios le tiene sin cuidado. El hombre dice: la
vida promedio del perro es de 15 años, nos preparamos y nos programamos para
tener nuestro perro por una década y media.
A Dios le vale un cacahuate nuestros promedios de vida, el
otro día me encontré a un anciano caminando por el parque y después de
saludarlo me di cuenta que traía dos perros con él. Uno de edad media –se veía
joven- y el otro ya muy desvencijado. Le pregunté al dueño que por qué iba tan
lento ese perro, a lo que me contestó: -es que ya es muy viejo-. ¿Ah sí? Pues ¿cuántos años tiene? –veintidós- me
contestó. ¡Veintidós! ¿Dónde quedó el promedio que dictó el hombre? Utilizando
la estadística creada por el hombre -que dice que por cada año de humano
representa siete años de perro- ¡ese perro tendría ciento cincuenta y cuatro
años! Por cierto, el perro se llama Guarura.
¡Que Matusalén ni que nada! Eso es lo que yo llamo un perro
viejo.
No vayamos muy lejos, estaba el asunto del agujero en la
capa de ozono, que por años trabajó el hombre para buscar la manera de que al
menos no se hiciera más grande. El hombre quería cerrar ese agujero que él
mismo creó. Hagan de cuenta como un niño queriendo pegar las partes rotas de un
florero antes de que se entere su mamá. Lo intentó por uno y mil medios y nomás
no lo logró.
En cambio, ¿Qué sucedió cuando Dios se involucró? Bastaron
unos meses de confinamiento para que el agujero se cerrara. A grandes males,
grandes remedios.
Ojo, no estoy diciendo que Dios haya provocado esta pandemia
para cerrar el agujero, lo que quiero dar a entender y que espero que así sea,
es que en su infinita sabiduría Dios sabe cómo lograr que las cosas, dentro del
caos, tomen la forma que más nos convenga como humanidad.
Repito una frase que me encanta: Si Dios quiere que una hoja
permanezca, podrá desaparecer el árbol y la hoja permanecerá.
A lo que voy, Lectora, Lector Queridos, es a que pienso que
es mucho más conveniente dejar de hacerle al dios. Creo que ha llegado el
momento de bajarle a nuestras ínfulas de amos del universo. ¿No nos bastó con
un bichito chiquito llamado coronavirus, para darnos cuenta de la pequeñez del
hombre? ¿No hemos caído en cuenta en lo insignificantes que somos los humanos
comparados con la grandeza del universo? ¿Todavía no caemos en cuenta que muy
probablemente fuimos creados con otro fin diferente que sentirnos superiores y
especiales cuando en realidad somos tan solo un personaje más de la creación?
No quiero dejar a un lado la enorme inteligencia del hombre
y su curiosidad por el mundo que nos rodea. Somos capaces de buscar y encontrar
la partícula que da origen a la vida y hasta de encontrar las fronteras del
universo.
Pero eso sí, hagámoslo de una manera humilde como quien está
esculcando en la bolsa de su Papá, con mucho cuidado y respeto, no vaya a ser
que se enoje y nos ponga pintos.
¿Qué les parece si lo que vayamos encontrando lo compartimos
entre todos? Y sobre todo, no nos vanagloriemos de nuestro hallazgo y, si
encontramos algo que no debemos hurgar, mejor dejémoslo ahí.
Recordemos lo que sucedió con Adán y Eva: pudiendo comer de
todos los arboles del huerto, se empeñaron con comer el único que estaba
prohibido y pues el resto es historia.
Por último, quiero reiterarles que hay cosas que de plano no
podemos controlar. De plano, no nos esforcemos por dominarlas, nada más nos
vamos a desgastar y ni vamos a lograr nada. Que les parece si mejor nos
enfocamos en aceptarlas y sobrellevarlas, haciendo gala de nuestra capacidad de
adaptación y de disfrute.
Les mando un abrazo adaptativo para que nunca olviden que
hay alguien que es mucho mejor que todos juntos, Dios.
El Escribidor
Monterrey, N.L. 7 de junio de 2020