Monterrey, Nuevo León, a 3 de marzo de 2020
«Yo sólo
estoy de paso» se volvió mi grito de guerra y mi protección contra la comodidad
y la dejadez, pero antes de explicarles por qué permítanme ponerlos en contexto
Lectora, Lector Queridos.
Acúsome de
haber buscado siempre en mis anteriores empleos la duración más que la
superación. A mis ojos y a los de mucha gente, mientras más años tenía un
individuo en la empresa más digno de admiración era.
-¿Cuántos
años tienes ya en la compañía? ¿Quince? ¡Wow! Tu sí que eres un buen empleado.
Cuando a mí
me preguntaban sentía pena, puesto que lo más que había durado hasta mi
penúltimo empleo, fueron tan sólo seis años.
Es que la
verdad, más o menos al tercer año de entrar a un nuevo trabajo comenzaba a sentir
un escozor en mis nobles músculos mayores que me hacían comenzar a imaginarme
en una oficina nueva, con gente nueva, con nuevas metas y nuevos logros y
comenzaba la búsqueda.
Pero en mi
penúltimo no fue así. Llegué, deshice mis maletas, acomodé todos mis tiliches y
me dediqué a trabajar. A trabajar como negro para vivir como blanco –perdonen
mi chiste racista.
En pocas y
llanas palabras: me acostumbré.
Según una
definición que encontré en internet, acostumbrarse es dejar de encontrar
molesta o extraña cierta cosa o persona; pues bien, dejé de sentir extraña o
dejó de molestarme la oficina en la que entré y las personas con las que
trabajé.
Y vaya que
era una oficina nada cómoda, pero con la costumbre como que se le pierde el
asco y hasta se le toma cariño.
Y de la
gente, (en serio que no quiero ser peyorativo) pero como que no éramos de la
misma calaña y la verdad ni leíamos los mismos libros; es más, ni siquiera gustábamos
de los mismos hobbies. ¡Éramos diferentes pues! unidos por un mismo logo y una
misma nómina.
Y pasaron
los años, de pronto sin darme cuenta ya tenía ¡doce años! Me volví uno de los
más «viejos» y entiéndase por eso, los que más tiempo tenían en la empresa. O
los que más aguante teníamos porque eso sí, había que tener aguante para durar
ahí.
Yo decía que
en la oficina había dos tipos de personas, los que tenían las manos lisitas y
las rodillas abolladas de tanto pedir permiso. Estábamos por otro lado, los de
manos coloradas de tanto recibir manazos por no consultar cada acción a
realizar. Y a todo se acostumbra uno, menos a no comer –diría mi padre.
Y dejó de
ser molesto para mí el hecho de renunciar a mis sueños por ayudar a otro con
los de él. Viví adormecido y luché como nunca por lograr metas nunca antes
pensadas.
Y dejó de
ser extraño para mí el hecho de ver transcurrir los años sin seguir un objetivo
personal y sin metas que me definieran a mí.
De pronto un
día tuve una epifanía y me pregunté: -¿Qué hago aquí? Y empaqué mis cosas y
guardé mis tiliches y me fui. Doce años se resumieron en tres días. Me prometí
nunca más volver a acostumbrarme.
Busqué y
encontré una nueva compañía que cubriera mis necesidades básicas y no más; al
fin y al cabo, yo solo estaría de paso.
Así fue,
oficina nueva, gente nueva de una calaña diferente, nuevos jefes. Nunca vacié
mis maletas ni saqué mis tiliches. Todo se sintió molesto y extraño. No
importaba, yo solo estaba de paso.
Comenzaron a
pasar los días y comenzaron a pasar las cosas pero yo inmutable al fin y al
cabo, yo sólo estaba de paso.
Trabajé
duro, así soy yo; pero ya no perseguí sueños de otro, yo solo estaba de paso.
Un día el
jefe me mandó llamar para reclamarme porque siempre decía que solo estaba de
paso y que eso afectaba el clima laboral. Me pidió dejar de decir eso, el creyó
que yo acepté. Cual Galileo al salir de su oficina dije: yo sólo estoy de paso.
De repente un
día, todo se volvió más molesto y más extraño, recordé mi promesa. Entregué las
cosas prestadas para trabajar y me despedí para empezar, o mejor dicho, para
continuar con mis sueños.
Y ahora todo
se siente a gusto y familiar, lucho por una vida, hombro a hombro con quien
amo. Ahora sí, ¡así si baila mi hija con el señor!
Para ti,
para quien no estoy de paso, te mando un abrazo.
El
Escribidor