Es la perra manera como me llamas. Así dice el dicho y así
digo yo. Es una herencia que me dejó un otrora enemigo –que en lo subsecuente
lo llamaremos Óscar- donde hacía alusión a esa manera tan terrible que tenía la
jefa de aquel entonces de tratar a sus empleados y que le causaba mucha
molestia.
Oscar podía ser muchas cosas, pero eso sí, nunca grosero.
Era una persona con una verborrea tal que hacía que la gente cayera rendida a
sus pies para después tener que levantarse con una enorme cruda moral al
descubrir que todo había sido labia y nada más.
Lo que si era consistente era el trato que tenía con todos:
siempre saludaba, hablaba con voz suave y bien entonada, sonriente a más no
poder y atento a los comentarios que le hicieran. Era un tipo divertido,
zalamero y un tanto lambiscón. Lo que se llama una perita en dulce.
Era muy agradable platicar con él ya que, además del buen
trato, la plática era bien sabrosa y normalmente era aderezada con historias de
sus múltiples aventuras de tiempos pasados. He ahí la razón por la cual el mal trato de la patrona le erizaba la piel y lo convertía momentáneamente en
un energúmeno.
Una vez pasado el episodio colérico, cuando le volvía a
ganar la razón, se dedicaba a regalar disculpas por doquier y a reponer los
platos rotos que su berrinche ocasionó.
Una y otra vez viví esos episodios regaño-cólera-disculpas. Era
muy desgastante, como si estuviéramos entre dos padres en proceso de separación.
Y todo porque nadie le enseñó a la mandamás que en el pedir está el dar –diría mi
padre–. No era lo que te pedía, era la manera como lo pedía. No era que te
llamara perro, era la perra manera como te llamaba.
Recuerdo que cada vez que citaba a alguien en su oficina,
inmediatamente preguntaban: ¿tú sabes qué pasó? ¿Sabes para qué me quiere ver?
Más allá del dichoso posible regaño, estaba la manera, por demás agresiva, de
llamarle la atención al citado. La tónica era la siguiente: después de
recordarle que estaba en la compañía gracias a su corazón misericordioso y de
recordarle todos los errores anteriores cometidos y perdonados, venía una
perorata que si bien te iba, tomaría algo así como media hora. Dicho discurso
estaba plagado de mensajes que llevaban como fin pegarle a la autoestima del
escuchante y hacerlo reconocer su culpabilidad.
En variadas ocasiones, y como si el estilo castrante de la
señora no fuera suficiente, mandaba llamar a diferentes testigos para confabular
y terminar de acusar al presunto de todos sus delitos. Incluía entre sus
instrumentos de tortura correos electrónicos, facturas, papeletas y demás como
evidencia del error cometido hasta lograr la aceptación del susodicho y la correspondiente
pena por sus actos que podía ir desde un regaño intenso, una suspensión de
labores sin goce de sueldo, el rebaje de su nómina o en el peor de los casos,
la expulsión del paraíso, donde muchos quisieran estar –según ella expresaba
con mucho orgullo–.
Yo me chuté muchas de
esas citas-regaños, pero la verdad yo tengo la piel bien gruesa y pues esos
golpes me hacían lo que el viento a Juárez. Cuando comenzaba a echarme sus
interminables rollos, la ponía en mute
en mi cabeza y mi mente partía hacia lugares agradables hasta el momento en que
escuchaba el agradable, pero-no-lo-vuelva-a-hacer. Ella se quedaba muy contenta
por mi silencio de pseudoarrepentimiento y yo en paz con mi viaje astral a un
lugar feliz. Los dos ganamos.
De una manera por demás insólita, un día en medio de una junta
de resultados, a la jefa se le ocurrió hablarle -una vez más- de una manera
grosera a Oscar y se me hace que ese día el horno no andaba pa’ bollos, de
pronto explotó –como siempre- y comenzó a prorrumpir gritos y denuestos.
Digamos de una manera más coloquial que Oscar traía la mecha corta y no aguantó más. Después
de gritos y alharacas, la junta terminó de una manera intempestiva.
Ya no se volvió a saber más del tal Oscar. Todo era
hermetismo y silencio; claro, era un gerente el que se había ido. Si hubiera
sido un empleado cualquiera, hasta la misma dueña habría hecho una serie de
comentarios en detrimento de la imagen del acaecido. Pero con Oscar no podía
ser así. Ella lo contrató y lo defendió a costa de la falta de resultados por
años y estoy seguro que hubiera seguido así mucho tiempo más si no se le
hubiera ocurrido explotar. Se volvió personal y pues contra eso no hay cura.
Lo que me queda de aprendizaje son varias cosas: primero, no
es necesario sobajar a los demás para conseguir lo que buscamos. Es mejor
reconocer los talentos de las personas sin olvidar que somos humanos y por
ende, somos perfectibles más no perfectos.
Debemos afrontar los errores propios y de los demás con una
caridad cristiana –o de la religión que profeses– donde estemos dispuestos a
aceptar una y otra vez que la gente se equivoca, siempre y cuando mostremos –y
ese es el otro lado de la moneda– un arrepentimiento autentico y sincero para
hacer las cosas mejor.
Finalmente, cuidemos que nuestras palabras sean impecables y
siempre lleven un mensaje positivo. Que no salgan de nuestra boca palabras para
disminuir, atacar, lastimar o maldecir a las personas. Recuerda Mateo 15:18: «Mas
lo que sale de la boca, del corazón sale».
Lectora, Lector Queridos, cuida siempre lo que digas y la
manera como lo digas, porque una palabra dicha ya no hay manera de borrarla.
El Escribidor
Monterrey, N.L. a 16 de junio de 2020